IBA PARA OTRAPARTE

Por Luis Carlos Florez Toro
luchopaisa@gmail.com

Iba para Otraparte. Bajo la tibia bendición de una tarde de verano, extraña en este tiempo de lluvias, avanzaba resuelto hacia ese jardín calmado, donde todavía habita el alma del maestro González. Contaba con una hora de ocio, a la espera de que un mecánico envigadeño trabajara sobre mi motocicleta y la dejara mejor de cómo se la entregué. Ya me imaginaba leyendo poesía, tomándome un café al son de un jazz, sentado a la sombra de la querida casona.

Pero ocurrió. A mitad de camino entre el taller y Otraparte, habiendo recorrido cinco cuadras agitadas y ruidosas, pasé por esa esquina. Por las amplias puertas de reja enrollable miré hacia adentro para ver un bar pobre. Seguí de largo, pero no di más de tres pasos. Frené mi marcha, di media vuelta, regresé y entré al bar. Había quedado enredado en el anzuelo de un tango. Me senté y pedí una cerveza. El hombre de estatura media, contextura media, medio siglo y tez trigueña me destapó una Pilsen y sin pronunciar palabra la puso sobre la mesa cuadrada y metálica, como metálicas y viejas eran las sillas. Me encimó un vaso de vidrio y un cenicero de guadua, ambos sucios.

En el espacio del bar, que consistía en un salón tan grande como dos habitaciones pequeñas, respirábamos el mesero, un hombre ebrio que sonreía en una esquina y yo.

Lo primero que llamó mi atención fue el cuadro más grande del lugar, el cual ocupaba la pared frontal: "Atlético Nacional: Súper Campeón Copa Libertadores 1989 - Orgullo de Colombia". Y allí, estáticos y descoloridos, estaban una veintena de muchachos, veinte años más jóvenes que hoy. "El andino de oro" Juan Jairo Galeano, los difuntos Uzuriaga y Andrés Escobar, que no sobrevivieron a la lluvia de balas mafiosas, el gran René; Leonel, Alexis y el bendito Fajardo, ¡pura magia en los pies y el recuerdo de esa noche loca de gloria, en la que fuimos los más grandes!

Al lado del cuadro verde asoleado por los días, encontré la sonrisa de Ernesto Fama, después la gran selección Colombia del Pibe Valderrama, Asprilla, Rincón y Oscar Córdoba; Luego los grandes cantores Oscar Agudelo y Alberto Echagüe; más allá, Envigado Fútbol Club 1992 y a un lado, en fila Alfredo de Angelis, Pepe Aguirre y la foto clásica de Juan Pulido, con sombrero y gabán. Tras el mostrador, María Auxiliadora, un envejecido Independiente Medellín y la sonrisa perfecta de Gardel, para terminar de dar la vuelta al salón. Mi recorrido en círculo lo acompañaban las notas hirientes de un piano gaucho y la mirada vidriosa del ebrio del bar.

Volví a sentarme. Desde mi puesto podía ver pasar los autos de la gente que tiene siempre prisa, tanta prisa para llegar, no importa a donde, no importa que luego vayan a morir. Veía también pasar a los viejos que a lo largo de su vida vieron desaparecer las casas de antaño, las fincas solariegas y las frescas quebradas envigadeñas, para inexplicablemente, dar paso al cemento, al humo y al bullicio. También vi pasar de arriba para abajo a mujeres, mujeres de pechos jóvenes y olor a fruta, pidiendo en silencio ser amadas; vi sus ombligos, sus caderas talladas, sus hombros redondos, su cabello fragante, sus labios húmedos… Fui interrumpido por unas inaguantables ganas de orinar.

Me paré de la mesa, ya adornada por cinco envases de cerveza vacíos y me dirigí al pequeño cuarto de olor ácido y penetrante. ¡Fui tan feliz mientras disparaba con potencia mi chorro caliente! Volví a la mesa.

A mi leve embriaguez la acompañaba el llanto del bandoneón, la voz lunfarda de los bonaerenses, esa canción "tres amigos siempre fuimos…" me hizo doler el alma. La luz del cielo se hizo azul y pálida. Oscureció luego.

EL cantinero de contextura media y media estatura se acercó después de oírme cantar "No te apures cara blanca" de Corsini y rompiendo su inexpresividad me extendió la mano diciendo: "Héctor Darío, bienvenido al bar 'Los Tangos', a la orden". Hablamos de su nutrida colección musical. A mi reclamo del porqué toda la música estaba en formato de discos compactos, respondió con una sonrisa y un gesto de que esperara. Fue tras la barra, apagó el equipo de sonido y sacó un manojo de llaves, con las que se dirigió a una vieja pianola que estaba bajo el cuadro del Nacional. Tras una corta manipulación de don Héctor, el aparato cobró vida: sus luces se encendieron y luego se oyó la voz de Julio Martel, tras el hermoso chirrido de un acetato viejo.

Las horas pasaron chequeando códigos en la pianola, las notas sonaron haciendo bailar la nostalgia. Después la memoria me falla, no recuerdo más, solo que iba para otra parte.

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