Él salió de su casa con la cara siempre hacia abajo para evitar mostrar en su mirada el odio, o tal vez el miedo que sentía hacia sus congéneres sin ninguna razón aparente o real. Caminó por su barrio con un destino no muy definido, con un particular interés en las irregularidades de las aceras, tuvo cuidado de no ir a resbalar en las superficies inclinadas de los garajes: tomó la precaución de poner siempre la suela de goma de sus zapatos en los intersticios de granito. La llovizna nunca lo abandonó desde que salió a la calle, su cabello ya almacenaba chorros de agua que goteaban por su rostro, la humedad lo extrajo de sus pensamientos etéreos y le recordó que tenía un cuerpo. Un cuerpo que le exigía ciertas satisfacciones incompatibles con la coraza que lo separaba del resto de la especie, un cuerpo que necesitaba otros cuerpos, pero ¿cómo acceder a un cuerpo si ni siquiera soportaba una mirada? Pasó por el parque y vió los pies de los feligreses que abandonaban en manada la iglesia -extraña cantidad de gente para un miércoles- pensó. En este momento llegó en su auxilio el recuerdo de la profesión más antigua del mundo, consultó sus finanzas metiendo la mano en el bolsillo derecho de su pantalón y vió que podía irse de putas. Caminó una cuadra más rehusándose a levantar la mirada. Guiándose por los sonidos del ambiente y las irregularidades del suelo llegó al burdel y cuando entró a la habitación de su casi niña proveedora de sexo, encontró en su frente el recordatorio de que somos polvo, aunque no de la variedad que él esperaba. ¡Maldito miércoles de ceniza!
Mirada a tierra
martes, 5 de febrero de 2008 | Publicado por Diego Londoño en 21:19
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